jueves, 17 de julio de 2008

El Pordiosero



Una mañana al pasar por la plaza del pueblo, y sentarme en una banca a descansar, percibí un fétido olor que se desprendía de un hombre que a paso lento cruzaba la plaza. Lo seguí con la mirada y me di cuenta que a pesar de ser joven tenía grandes surcos en su frente y enormes patas de gallo alrededor de sus ojos.
Su ropa desgarrada y deshaciéndose por el transcurso del tiempo y falta de limpieza. El cabello tieso y levantado como púas, al parecer tenía años que no lo tocaba el agua, jabón, ni peine. Traía unos tenis, si es que se le puede llamar así a las chanclas rotas y sucias de las cuales el color había desaparecido, amarrados por unos pedazos de mecate, que dejaban al descubierto parte de los dedos y tobillos y se le veían gruesas costras de mugre.
Iba cruzando la calle y se sostenía con una rama como bastón para soportar la carga de penas que llevaba sobre sus hombros, dejando a su paso un fuerte olor repugnante que obligaba a unos caminantes a cubrirse la nariz y a otros tanto asco que terminaban vomitando.
Me pregunté: ¿Qué habrá pasado en su vida? Acaso fue un niño abandonado por su madre o tal vez traicionado por un gran amor, ya que esa cara triste reflejaba heridas muy profundas que dejaron marcas en su rostro.

Martha Cruz Ávila.

1 comentario:

Lidia Gaytán dijo...

A mi me gustó como quedó el final.Como que se adapto bien, no?

Saludos,
Lid